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lunes, 22 de enero de 2018

RELÁMPAGO ES CONFIADO

                                                                                                   
                                        Cristóbal Encinas Sánchez
               Relámpago, al levantarse de la siesta, siguió un rastro de papeles de celofán tirados en el camino en dirección a un antiguo castillete. Un olor de fantasía inundaba el ambiente que le hacía relamerse. Su boca manaba saliva en exceso y su estómago mostraba síntomas de querer albergar un apetitoso manjar. Por el muro exterior que rodeaba, como salvaguarda, la vieja torre ya derruida, andaban jugueteando dos niños, y parecía que escondieran algo llamativo entre los huecos de las piedras. La intención de ellos era clara, a la vez que simulaban no ver a nadie. Querían atraer a Relámpago y que entrara en su juego. Un tercer niño hacía el paripé de buscar a sus compañeros y fingió sorprenderse cuando encontró aquellas delicias en el muro. Daba saltos de alegría, a la vez que exclamaba:

–¡Están de rechupete, qué ricos! –eran caramelos.

 A continuación tiraba la vistosa envoltura para que Relámpago se fijara dónde caía y fuera a deleitarse con su aroma. Y así fue. Se acercó al insaciable niño que le ofreció sus  exquisiteces, mientras los otros dos niños se perdieron tras una esquina del muro. A Relámpago se le caía la baba por las comisuras, pues él era un golimbro empedernido y lo siguió atento con la pretensión de probarlos.  

 –¡Qué ricos están!, toma uno. Te gustará saborearlo. Si vienes a mí te vas a hartar –le dijo el niño con una sonrisa amplia y pícara. 
El niño continuó con la búsqueda de aquellos dulces. ¡Qué felices recuerdos le traían!:  frutas de Aragón, figuritas de chocolates blanco y rosa, pequeños roscos de vino y hojuelas con miel. La simpatía del niño que le hablaba y le ponía en su boca tantas golosinas, le hizo confiarse y echarse a sus pies. Desde ese momento la trampa estaba urdida. Mediante un collar de fácil colocación y una cuerda fina de pita, el niño, tan desenvuelto, lo fue enredando hasta que no pudo escapar. Al instante, los otros dos rapazuelos, que estaban al acecho, aparecieron de súbito, montados sobre un burro albardado. Le pusieron un cabestro para llevarlo de reata y lo jalearon, para perderse en dirección al río. Atravesaron por un vado y estuvieron a punto de caerse en la empinada cuesta hacia el pueblo.                                                                                                                                         
 A Relámpago le cambió el semblante: se imaginó lo peor, su confinamiento, y se estremeció. Aparecieron al final de la calle donde vivía su antiguo amo. Entonces comenzó a latir, desesperado, mientras se metía por entre las patas del animal que estuvo a punto de pisarlo. Sus raptores no precavieron que él, aunque temeroso, no estaba dispuesto a seguirlos sumiso, pues sabía lo que le esperaba por haberse fugado. Con mucho ánimo y paciencia esperaría un descuido de sus secuestradores. La oportunidad llegaría cuando pusieran ellos los pies en la tierra, al acercarse a un abrevadero para dar de beber al asno.                                              
Con mucha sed bebía el animal, concentrado en dar voluminosas tragantadas. En ese momento relajado se le ocurrió a Relámpago saltar con ímpetu sobre el agua, produciendo un desbordamiento que asustó al equino, que dio tal espantada que, si el niño no se anda listo y suelta la cuerda con la que lo sujetaba, le hubiera despedazado pisoteándolo brutalmente.

Esa fue la ocasión que el perro había estado esperando, y supo aprovecharla para alejarse de aquellos farsantes, a una velocidad tal que en varios segundos desapareció en la espesura.
           

miércoles, 17 de enero de 2018

LA CHIMENEA


CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ
            Mi padre era un trabajador, sin trabajo fijo, que se metía hacer todos los trabajos que le encargaran. Tenía a mi madre y a seis hijos a los que alimentar y una chimenea, de un antiguo tejar, de quince metros de altura, que le ofrecieron para tirarla al suelo en el mes de enero, porque le cayó un rayo y podría caerse sobre la carretera.

La tarea era harto difícil de acometer y, con los medios de que disponía él, mucho más, porque eran ningunos. Solo tenía sus brazos y su habilidad.
En todo su trayecto vertical, tenía la chimenea unos hierros anclados en forma de uve, que servían para agarrarse y trepar por su interior. Con la gruesa capa de hollín adherida al paramento, no era muy placentero comenzar picando y desprenderse el untuoso polvo negro, pero no había otra alternativa.
Por la mañana, con una bufanda vieja se cubrió la boca y la nariz, para meterse en faena. Se ató con una buena cuerda de esparto, que le hizo mi abuelo, y colocando el pie en cada uno de los estribos fue ascendiendo por el interior  de la chimenea. Cuando llegó arriba, ondeó el pañuelo blanco para avisarnos, y en el extremo de la soga, que llevaba atada al cinto, le amarramos una pequeña escoda. Ahora vendría lo más peligroso. 
Comenzó a  descubrir ladrillos de en la obra y los dejó caer hacia afuera. De vez en cuando tenía que bajar para tomar aire limpio y lavarse los ojos.

Cuando llevaba más de diez metros de derribo, encontró una pequeña caja inserta en la pared, recubierta con cinta gruesa de amianto. Para extraerla hizo palanca con el filo cortante de la herramienta. La extrajo sin mucha dificultad, la examinó y optó por bajarse. Ya en el suelo, se dispuso a abrirla, y dentro se encontró con que había un pergamino y un plano dibujado con una leyenda. Allí venía bien especificado que en la base de la chimenea, en el primer sótano, había enterrado un cofre con herramientas de orfebrería, que además contenía quinientos doblones de oro del tiempo en que los últimos españoles vinieron del Perú. Eran de un naufragio que tuvo lugar frente a las costas de Cádiz.
Con cuánta alegría se subió mi padre otra vez por la chimenea, y con tantas ganas de terminar su derribo. Sudaba sin parar y, a pesar del frío que hacía, fue sacando los ladrillos uno a uno. 
Una vez echada al suelo, fue y buscó en su base, donde marcaba el plano, el cofre de metal inserto en una hermética arqueta hecha de hormigón, identificada por la inscripción que estaba próxima al paramento. 
Desde su hallazgo, mi padre había tomado nota de las indicaciones que le daba un amigo suyo de la Administración, entendido en estos menesteres. Así cambió el curso de nuestras vidas y fundó una pequeña empresa.

A comienzos del otoño, la cigüeña se encargó de traernos a dos hermanos más, que fueron los que continuaron, de mayores, con la labor emprendida por mi padre. Y ya nunca nos faltó el trabajo.

domingo, 14 de enero de 2018

EL SECUESTRO DE GARBANCITO


Cristóbal Encinas Sánchez

       Mi padre compró un burro grande para que nos ayudara en las labores del campo, a sacar la aceituna al cargadero y a transportar la leña que nos hacía falta en el invierno. Era un burro joven de cuatro años que no estaba muy trabajado, sin experiencia, ni metido en otros avatares que no fueran los de pastar en las riberas de las acequias y la de buscar las espigas del cereal en los rastrojos en época veraniega. Mis padres disponían de una pequeña finca con un cortijillo donde guardábamos  las herramientas que nos hacían falta: unos lienzos, la criba, sacos, varas y dos espuertas.

Los hijos de nuestros vecinos colindantes jugaban con mis hermanos y conmigo casi todos los días. Nos gustaba subirnos al burro y hacer carreras, aunque a este no le apetecía demasiado. Nos  pasábamos las horas, después del colegio, interminables haciendo lo que nos daba la gana, pescando en el río, inspeccionando las cuevas, motivos por los cuales teníamos la ilusión de estar siempre inventando cosas. Teníamos  confianza mutua, y ellos sabían que mi padre nos había dicho que era muy importante no perder de vista al burro, por lo que ellos nos ayudaban a vigilarlo. Nos había costado una fortuna,  cinco mil pesetas -el valor de una casa-, que nos prestó el banco a un interés elevado, y que no pagaríamos hasta pasados seis años. Esa era la mayor preocupación de mi  padre.
Un día en el que me entretuve unos minutos en un rodal  cortándole un haz de hierba, no lo vigilé, y fueron suficientes para que el asno desapareciera. Cuando me di cuenta comencé a andar desasosegado, como un loco, corriendo de un lado para otro, subiendo y bajando por las laderas hasta el río, entre los álamos; pero nada, se había esfumado como por ensalmo.
Me fui a mi casa y se lo comenté a mi padre, que acababa de llegar. Él me lo notó al instante, por eso le dije sinceramente lo ocurrido: "Me he distraído preparando el haz, y olvidé tu encargo de no perderlo de vista por nada del mundo". A continuación me dio dos tortas buenas que sonaron con estrépito. Mi hermano mayor, que estaba allí, no hacía más que repetir que el burro no podía estar muy lejos del lugar donde lo até. Eso acalló su ira, puesto que habría ido, sin dudarlo, a algún lugar donde hubiera mejores pastos; que nadie podía haberlo robado porque había mucha gente del pueblo por los alrededores. Los que me fui encontrando me aseguraron  que nadie sería capaz de robarlo.
Nuestro Garbancito no estaba al tanto de conocer a otras burras que pacían en los ribazos, pues era joven para ello, pero nuestros vecinos se encargarían de hacerlo. Ellos tenían una burra en edad fértil y se les ocurrió la feliz idea de aprovechar mi despiste para llevárselo y encerrarlo en un espacio flanqueado por grandes piedras casi imposibles de traspasar, solo había un hueco para entrar en el recinto, y como eran  conocedores del lugar lo metieron por allí.
Cuando ya estábamos, mis hermanos y yo,  hartos de buscarlo y de alejarnos cada vez más del lugar en que lo dejé careando, decidimos a la caída de la tarde volver al sitio, y seguir sus rastros. Pero no fue así. ¡Cuánta fue nuestra alegría al ver al burro en el mismo sitio en que lo dejé!
Presto corrí a decírselo a mi padre, que estaba con mi abuelo quitándole dramatismo al hecho. Así que les repetí varias veces a los dos: "Garbancito no está perdido, está en el  mismo sitio que lo dejé". En ese momento, mi padre mostró mucha alegría y un poco de pena, seguramente por haberme dado las dos guascas. Entonces traté de explicarle que ya no me dolía nada y que estaba muy feliz.

Meses más tarde nos enteramos de que fueron nuestros vecinos los que se llevaron el burro para ver si al siguiente año tenían un pollino que, sin lugar a dudas, pariría su burra.                                              
Y así fue como mi Garbancito tuvo su primer hijo. Después aprendimos el juego de seguir llevando a la pareja al mismo recinto, y ver cómo se las arreglaban para conseguirlo. Y fue muy divertido.

sábado, 6 de enero de 2018

Y ME ECHARÉ A LOS MONTES


Cristóbal Encinas Sánchez
Y me echaré a los montes
y que las fieras me devoren.
Olvidaré vientos de caricias
y lluvias de agua mansa
por tu nombre.
Y un día, en la incertidumbre,
si esta tiene lugar,
sentado cerca de la lumbre,
lloraré.

Todo esto, cuando tú te vayas. 

viernes, 5 de enero de 2018

EL GATO VOLADOR


Cristóbal Encinas Sánchez

            Se asomó un gato negro a la puerta entreabierta de la casa y subió escaleras arriba como si ya supiese adónde iba. Olisqueaba y miraba con calma. Siguió su camino hasta las cámaras. Recordaría, probablemente, que allí hubo ratones una vez.
Relámpago, echado en el suelo del zaguán, parecía dormitar en la calurosa tarde y no reaccionó en el momento, dejándolo pasar. A los pocos segundos se levantó con presteza y fue a buscar a su ama que estaba en la cocina. Se dirigió a ella y le dio muestras de alegría y nerviosismo. Hizo que lo siguiera dando pequeños y amortiguados saltos. Volvía la cabeza de vez en cuando para comprobar que su ama le había comprendido: el intruso debería dar la cara sin contemplaciones.
Llegaron sigilosos al lugar en donde se esperaba que estuviese el felino. Por entre un montón de trastos viejos se le oía y él, agazapado, lo esperaba. Reculaba y se disponía a saltar. La distancia se acortaba. Había una perfecta compenetración entre la anciana y el perro.

El gato, embelesado en su rastreo, en cuanto vio asomar el hocico del perro dio un repullo que encandiló a sus acechantes. No se había percatado de su presencia y saltó entonces en dirección a la ventana más próxima que estaba abierta. La abuela había pillado una escoba en el trayecto hacia el lugar de la emboscada y hacía alardes de querer atizarle en el lomo un buen leñazo, cosa del todo improbable dada su avanzada edad. Nervioso y agresivo el gato se parapetó en el rincón dando manotazos al aire, porque Relámpago se le acercaba tan felizmente. Claro, aquel no intuía que su adversario solo iba con ideas de pasar el rato. Refunfuñaba y maullaba dejando un eco que te desgarraba el alma, como si lo estuvieran destripando. La distancia entre ellos era escasa y el cuerpo a cuerpo, inevitable.                          
Acorralado por aquellos desaprensivos, el gato pensaría dos veces en la única alternativa: la ventana, el único sitio por donde podría escapar con facilidad y sin ser maltratado. A Relámpago le brillaban los ojos como diciendo: “¡Estás a mi disposición y tú, hoy, jugarás conmigo!” ¡Qué inocente!    
Arrinconado no estaba dispuesto a sucumbir, y un aspaviento que hizo la anciana, desplegando sus manos hacia arriba empuñando la escoba, le indujo a pensar que lo descabezaría. 
Fue en una abrir y cerrar de ojos: desapareció por la ventana enfrentándose así a la gravedad y a la altura de dos pisos. Antes de que llegara al suelo, se le vio haciendo maravillosos juegos malabares con su cuerpo para caer de pies. Los dos atacantes asomados a la ventana, se sorprendieron. Los niños que estaban jugando en la calle oyeron el batacazo que dio el pobre. Todos vieron cómo desapareció, en un fugaz instante, aquel bulto negro caído del cielo. El minino había salvado la complicada situación prefiriendo saltar al vacío para liberarse de los extraños cómplices, expertos en deslomar a un inofensivo supresor de roedores.
Comprendió Relámpago que dos pisos bajo sus pies no amedrentaron a un gato fuerte como aquel. Para la siguiente vez que quisiera divertirse, no le haría el favor a su ama de avisarle.

Desganado y triste, sin ánimos para emprender otra actividad lúdica, se metió en una troje llena de sacos de esparto vacíos para echarse dormir y así olvidarse del sorprendente desaguisado.