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miércoles, 19 de abril de 2017

LA GARRUCHA


Cristóbal Encinas Sánchez

Estoy convencido de que mis cualidades físicas y mentales son extraordinarias. Y no es porque me impresionara la película de Superman o la del Túnel del tiempo cuando era un renacuajo. Eso nunca lo dudé.
Nací en un lugar de montaña, junto a un lago, y tal vez por eso aguanto bien el calor, el frío y los trabajos duros. Me acostumbro fácilmente a todo. Tengo ciertas cualidades de premonición, de adelantarme a lo que va a ocurrir, sobre todo si es con personas a las que conozco y veo diariamente. 
Cuando por las  noches me pongo a hacer una recapitulación de lo que ha ocurrido en el día, veo los acontecimientos pasar con una claridad pasmosa y un proceso lógico en su realización.                                              
Yo soñaba, en mi infancia, que volaba y, aun sabiendo que podían existir serios problemas al acercarme a los acantilados, observaba desde ellos con serenidad los extensos olivares y los llanos de cereal. Esto me daba una sensación de alegría, y entonces me lanzaba al precipicio. Conseguía mantener un vuelo rasante sorprendente y majestuoso, donde solo tenía que mantener mis manos dirigidas hacia adelante para que todo transcurriera felizmente.
Un día estaban arreglando la fachada principal de la iglesia, a la altura de donde está ubicado el coro. Un albañil se disponía a montar el rosetón de madera y vidrio por donde entraba el sol hasta el altar mayor. El soporte de la garrucha estaba sujeto a una gran viga con dos clavos. Hacía unos minutos que, entre dos hombres, habían elevado varios sacos de cemento a la plataforma. Nadie había notado nada raro en el transcurso de la operación pero por la proximidad que yo tenía al mecanismo, oí un pequeño ruido como que algo comenzaba a desprenderse. Dicho soporte se sustentaba ya con muy poco agarre y presentaba la amenaza de soltarse. Entonces vislumbré que no podría aguantar la carga en aquella situación. En un segundo calculé la probable trayectoria que la garrucha llevaría hasta el suelo. No me dio tiempo a prevenir al trabajador que desde abajo tiraba de la soga. Así, sin dar explicaciones, desde el andamio me dejé caer agarrándome al tubo lateral del mismo. Me deslicé veloz hasta el suelo, a un montón de arena. 
Con todo mi ímpetu empujé al muchacho. El soporte ya se había desprendido de la viga, pero yo ya lo había desubicado del lugar que ocupaba, salvándolo del peligro. 
A continuación, yo tendido en el suelo miré hacia arriba y vi una rueda oscura que se agrandaba cada vez más, y con dirección a mi cara. Después ya no tuve la ocasión de explicar nada. 
Horas más tarde me desperté en una camilla de una habitación blanca y supuse que era del hospital. Con la cabeza vendada y varios tubos en el brazo, en la nariz y en el dedo, me sentía dolorido y, obnubilado, pensé que estaría otra vez soñando. 
No podía creer que con todos mis reflejos y mis capacidades para anteponerme a lo que sobreviniera, pudiera estar convaleciente. Claro que, después de todo, si me había ocurrido aquel accidente tenía que conformarme, pues nadie me había invitado a ayudar en aquel trabajo. 
Ahora pienso que siempre hay cosas que pueden salir mal, así que traté de llegar a una razonable conclusión: un simple error de cálculo lo puede tener cualquiera en cualquier actividad. 
                             FOTO ESCOGIDA DEL ÁLBUM DE MANUEL CUBILLO

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