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viernes, 17 de febrero de 2017

EL SERPIENTES


CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ

EL “Serpientes” era un niño que tenía once años. Su divertimento principal era asustar a sus amigos y compañeros de colegio. Presumía metiendo culebras y salamandras por su faldón y sacándolas por su manga. Sus ojos tenían un  brillo especial que conjugaba con el fruncimiento del ceño, insinuando a sus interlocutores que tenía un valor natural para todo lo que se proponía.
Siempre estaba dispuesto a salir con su padre. Un día de invierno, le requirió este para cortar unas higueras. Arrancó la motosierra para comenzar la tala. Había próximo a la higuera grande un muro derruido sujeto por varios alambres que obstaculizaban el trabajo. Por ello, soltó la máquina en el suelo y empezó a retirarlos. Al instante, el niño, como si tuviera azogue, se desplazó ávido para empuñar la peligrosa máquina. La elevó y apretó el gatillo con tal suerte que la pala dio contra uno de los alambre y rebotó. El padre corrió para quitársela de las manos. La cortante cadena se paró radical, pero ya era tarde. De la frente del niño brotó un manantial de sangre al que rápido le aplicó su pañuelo para atajársela.
El pequeño reconoció su imprudencia y le dijo que no se preocupara pues apenas si le dolía. El padre, sofocado, echó mano al teléfono móvil y marcó el 061. Una muchacha le contestó:

 —¡Siéntelo, apriétele fuerte sobre la herida y cúbralo con una manta!

Nueve minutos tardó la ambulancia. El médico separó el pañuelo de la frente. La sangre no fluía ya, pero era necesario hospitalizarlo. El niño, sentado, estaba como abstraído, y se hizo el disimulado tratando de coger a un gato romano que merodeaba por allí. En quince minutos, a velocidad extrema, llegaron a la sala de urgencias del hospital provincial, para hacer su ingreso. Un médico moreno y alto, con acento, dijo:
–La herida no es grave, el hueso está intacto. ¡Qué suerte! –Los padres  experimentaron un gran alivio. —Es una pequeña arteria que está semi seccionada pero la coseré bien, sin causarte dolor. Ahora tienen que hacerte una resonancia –le dijo al pequeño.

Miraba el niño receloso, con cara de bueno, al médico amable que le auguraba buen desenlace. Este le dijo:

–Prométeme no jugar más con esa ruidosa máquina.

–Sí, se lo prometo –respondió resuelto– pero es que vi un ciempiés y quise atraparlo.

Presentaba un pequeño hematoma cerebral de importancia reservada. En solo cinco días le dieron el alta. La herida quedó bien dibujada, pero al descubierto era escandalosa todavía. Tenía que estar así para que se orease, le había ordenado el médico. El peligro había desaparecido.
Bajando por el ascensor, mostraba su contento, olvidando todo lo relacionado con su percance. Una mujer y su hija de cinco años  se subieron en la planta segunda. La niña lo miró al quedar frente a él, y este con cara de satisfacción, alardeó de una frente recompuesta y sana, a la vez que fruncía el entrecejo voluntariamente, como él sabía hacerlo, y moviendo los ojos de un lado para el otro.


La niña se espantó al ver aquella cicatriz y se pegó a su madre, escondiéndose tras su falda.  Aquella herida le recordaba a una pequeña viborita que se adentraba, muy sigilosamente, en la espesa y negra  cabellera de aquel curioso personaje.

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