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sábado, 31 de octubre de 2015

LA MUJER DEL SEPULTURERO

CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ

   Un pacto con la comunidad del más allá parecía haberle facultado a aquella mujer para ostentar poderes extrasensoriales, adelantarse a los acontecimientos y sacar a la luz cosas olvidadas.
Decían haberla visto una noche de Difuntos, rodeada de una aureola cuando iba al cementerio a visitar alguna tumba o a un espectro que tal vez, por indicios, quisiera ponerse en contacto con ella. Corría con las manos abiertas dirigidas al frente, absorbida y tratando de alcanzar otras manos benefactoras e invisibles.
 La vida de esta mujer era sencilla. Se limitaba a sus quehaceres del hogar, salvo cuando había algún entierro, que se volcaba en ofrecer a la familia del fallecido el consuelo reparador. La noche del deceso, preparaba el pequeño incensario para quemar todas las esencias disponibles hasta el amanecer, propiciando un ambiente de recogimiento.
Su marido, el sepulturero, era un hombre caritativo, piadoso. Esto se apreciaba en la forma de tratar  los cuerpos exánimes que, raras veces, venían sin meter en la caja. Los transportaba en un carro antiguo de madera dedicado a este uso, dispuesto en la puerta del cementerio para los que careciesen de medios para celebrar el sepelio.
Un carpintero siempre tenía un par de troncos gruesos de álamo para solventar la situación. Y cuando oía las campanas doblar a duelo, él sabía que tenía que hacer la caja. Si los dolientes podían pagarle su trabajo, lo aceptaría y si no le pagaría el sepulturero.
El acto de desubicar el cadáver y llevarlo a la caja era un acontecimiento. Él lo sujetaba con  cariño, como a cuerpo santo; con un paño mojado le lavaba la cara y lo peinaba. Después le daba un beso en la frente y miraba hacia el cielo, exhalaba su aliento sobre él  e imploraba una oración. Parecía que sus palabras salieran de la boca del difunto, con un deje adolecido pero también de esperanza. Las decía con la seguridad del que salva las dificultades de un inescrutable camino.
Al acabar el rezo, le hacía un leve gesto a su mujer para que esta comprendiera que debía ayudarle en el transporte definitivo. Después le cruzaba las manos sobre el pecho, en señal de resignación. Sus ojos arrasados de lágrimas expresaban su pesar, y que manifestaban haberlo sentido como a un hermano.
La mujer del sepulturero nunca había sido ajena a la trascendencia de la muerte de una persona, ni a la ayuda que le prestaría a un cuerpo que un día fuera joven y tal vez hermoso. Por ello, ayudaba a su marido en presentarlo con el mejor aspecto.
  
En el futuro también ella ayudaría a su marido en el último viaje. Permanecería junto a él y le daría  el cobijo definitivo y un impulso con todo su amor para presentarlo al Todopoderoso.

Era una mujer que lo sabía todo porque él se lo había transmitido desde el mismo día en que la encontrara sola.   

viernes, 23 de octubre de 2015

SEGUNDO PLATO

Cristóbal Encinas Sánchez

       Por aquellos parajes y a unas horas un poco intempestivas, un vecino de la zona estaba dando vueltas alrededor de la era. El propietario del cortijo próximo, por una rendija, lo vigilaba con  desconfianza, por lo que decidió salir a la calle.

–¡Buenas tardes! – le dijo al visitante y este le contestó de igual forma–.¿Qué se le ofrece?

–Mire usted, yo soy del cortijo aquel que puede ver en aquella lejana loma, junto a la oquedad en la roca bermeja. Soy padre de familia numerosa y hace más de dos días que no como ni un granzón y si usted tuviera una caridad para conmigo y me diera algo que echarme al estómago, se lo agradecería. 

El visitante tenía un aspecto ajado y un sombrero marrón de fieltro de ala ancha. Llevaba de reata un burro escuchimizado, con las alforjas vacías, que tendría de alzada no más de un metro diez centímetros, pero con mucho genio.

–He estado recogiendo támaras de olivo para un par de haces y algunas raíces secas antes de llegar hasta aquí. Sin hacerle compromiso, le ofrezco un de mis perros en agradecimiento. Se lo puede usted quedar, tranquilamente, ya que es buen cazador y le compensará tenerlo, porque a menudo suele traer algún conejo.

Los dos hombres entraron en la casa convencidos del trato. El propietario le indicó que se acomodara alrededor de la lumbre, en un sofá de tabla y relleno de hojarascas. Le sacó un plato de aceitunas acebuchinas recién machacadas y con una pizca de sal gorda.   

–Espere, por favor, a que mi señora le ponga unas morcillas y chorizos.

Y para que fuera saciando su hambre, le puso en un platillo un puñado de garbanzos tostados y unos chicharrones. El hombre fue prudente al no abalanzarse de súbito al  plato y, dándole las gracias, se acercó a la mesa con mucho temple, cuando llegó la mujer con una fuente a rebosar. Se sacó del bolsillo su navaja de muelles y se lanzó a por la morcilla, tan olorosa y bien aliñada que empezó a saborearla con entusiasmo. A grandes bocados liquidó la primera y se atrevió con la segunda. A continuación, y sin soltar palabra, a dos carrillos, se apropió del chorizo ubicado en la parte posterior del plato. Cortó la mitad de una vuelta y después, con delicadeza, cortó la mitad del que quedaba para  echarlo a la lumbre que el amo de la casa había preparado con maestría. Entretanto se había comido casi el pan chico, de a kilo.  
 El bienhechor no daba crédito a lo que veía, pero le dijo que si aún le quedaba apetito iría a por refuerzos. El aguerrido comensal le contestó, con el último trozo en la boca, que sí y que ya que lo hacía, si no era molestia, que le trajera butifarra. A los pocos minutos asomó la mujer con una butifarra, que estirada tendría más de medio metro. Viendo ella que el pan ya lo había engullido, se fue a por otro. Con mucha parsimonia, el "ensonrible" cortaba rebanadas por el centro, después de haberlo partido por la mitad. El matrimonio lo observa sin perderse letra de cómo iba desapareciendo la tripa. Ya parecía estar casi harto. Hinchaba el pecho y exhalaba el aire con una clara sensación de fatiga. Pasado un rato, se le ocurrió decir:

–Bueno, todavía me queda un raro hueco en el estómago y como estaba tan buena, ¿podría llenarlo con un trozo más de morcilla? Se ve que su mujer tiene buena mano para la matanza.

El otro, haciendo de tripas corazón, miraba al cielo, elevando los brazos como pidiendo ayuda para sujetarse. Muy solícito a cumplir sus deseos, y sin venir a cuento, salió corriendo escaleras arriba y, cuando lo vio llegar, su mujer le dijo:

–¿Qué pasa, le han sentado mal a ese hombre los embutidos? –a lo que él contesto con vehemencia:

– Tiene la cara de decirme que si le puedo llevar más morcilla, que parece que le ha quedado cierto desconsuelo en el estómago. ¿Dónde está la escopeta? –todo esto lo comentaba en voz muy alta.

Cuando el propietario de la casa bajó de las cámaras, se encontró la cocina vacía, solo estaba el sombrero. Al que había sido invitado con gentileza, lo vio saltando por las albarradas que se las pelaba. Lo único que le faltó por asimilar fue un par de tiros, si no se anda listo y se hubiera esperado a que le llevaran el segundo plato. Al burro, cargado, lo recogería después alguno de sus hijos.


LA HORA TRANSGREDIDA

CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ

       Caminaba pensativo entre las dos y las tres de la madrugada. Después no tendría más remedio que dar un salto hacia atrás y arrepentirse. Una hora más rondando para llegar al mismo sitio. Había que tener paciencia. Un segundo más, y ya sería definitiva por una buena temporada. 
A la hora prevista, un centinela vigila para que se haga el relevo. Y el reloj vuelve, otra vez, a marcar las dos. 

domingo, 11 de octubre de 2015

PEDIR LA ENTRADA


Cristóbal Encinas Sánchez
                                                 Fotografía sacada de intenet 
        Se acercaba el día de la Concebida. Era por la tarde. Me puse mis pantalones de pana nuevos y mi tres cuartos forrado de lana porque hacía frío y no sabía hasta qué hora podía estar dándole vueltas a la manzana donde vivía mi novia. Mi cometido era esperar hasta la noche y pillar de sorpresa a mi futuro suegro, para no alargar la entrevista al pedirle la mano de su hija. Yo iba muy seguro porque contaba con la aprobación de mi suegra, por suerte.
Cuando llegó mi suegro, estaba lloviendo. Llamó a la puerta con dos golpes de aldabilla y esperó, atando el ronzal del burro al clavo de la fachada. Mientras tanto, me acerqué y le dije con nerviosismo, pero sonriente:
–¿Qué tal le ha ido el día? –para ir entrando en cuestión.
– ¡Fatal y mojado! –me contestó–. Alguien me ha robado la caza y  vengo con una mala leche que, si  pillo al que lo hizo, lo cargo en la bestia y lo llevo al hospital – dijo, dándole un recorte a la última palabra que me desalentó y a lo que yo repliqué muy serio:
–¡Que tenga una buena noche y que sueñe con que vuelve a recuperar la caza!

Y di el "traspón" sin titubear ni un segundo. Dentro de la casa, las dos se quedaron sorprendidas, no dando crédito a lo que vieron tras la ventana.

sábado, 10 de octubre de 2015

CUADRO FLAMENCO

CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ
       Aquella tarde de verano llegaron los tres gitanillos bien trajeados al museo de cera. Entregaron su entrada al portero y ya dentro se encaminaron a una sala donde se representaba un cuadro flamenco. El grupo de figuras tenía un realismo exagerado. El cantaor se estrechaba y casi se le podía adivinar su sentimiento. La bailaora, con un caracolillo en su frente, miraba hacia sus zapatos y se movía, haciendo zigzaguear su  larga cola. El guitarrista ensimismado tocaba, seguro, una seguiriya.

A la voz de uno de los jóvenes, los tres se colocaron entre los espacios de las figuras enceradas del cuadro, adoptando los gestos y las posiciones idóneas respecto de lo que allí se quería representar. La empatía de los recién llegados era de muy alto grado. Tocaron las palmas, las castañuelas, y se oyó un taconeo brillante que llamó la atención del ordenanza, el cual optó de inmediato por acudir a la sala de donde procedían tales sonidos. Entró y presenció la escena. 
Quedó perplejo al ver aquel cuadro antiguo que nunca había estado tan bien acompañado y dispuesto para comenzar su primera función. ¡Ya era hora!